Hay casas disqueras que se vuelven brújulas, capaces de señalar el norte de nuestras búsquedas interiores, y otras que son mapas abiertos donde caben geografías que nunca hemos pisado, pero que, de algún modo, ya pertenecen a nuestra memoria. Putumayo World Music es ambas cosas: brújula y mapa. Una casa productora que lleva más de tres décadas tejiendo puentes invisibles entre culturas, ritmos y corazones.
Una memoria sonora en la Habana.
Recuerdo con nitidez la primera vez que escuché Putumayo. Fue alrededor del año 2004, en La Habana. Un amigo que coleccionaba música y libros me transfirió algunos álbumes en formato MP3 hacia una vieja memoria USB que ya guardaba tesoros exóticos: algunos e-books imposibles de conseguir con la limitada conexión a internet en la isla y rarezas musicales que parecían llegar como mensajes en botellas.
Aquella noche era fresca, con la brisa habanera acariciando como si fuera un secreto compartido. Encendí la computadora y lo primero que me atrapó fueron las portadas: colores vivos, dibujos naive, escenas donde lo cotidiano de distintas culturas parecía celebrar una fiesta en papel. Al abrir los archivos y dejar que la música fluyera, comprendí de inmediato que aquello no era una compilación más: eran ventanas a mundos lejanos que de pronto parecían íntimos, familiares, propios.
Desde entonces, esos álbumes fueron cómplices de muchas madrugadas creativas en mi terraza, cuando me inclinaba a escribir o simplemente invitaba a amigos a disfrutar del atesorado descubrimiento. Cada canción llegaba como chispa, como un faro lejano que advertía la magia sonora proveniente de tierras lejanas. Putumayo se convirtió en parte de la banda sonora de mi vida, en la prueba tangible de que la música podía ser un refugio, un territorio sin fronteras.
Desde un valle en Colombia al mundo.
La historia de Putumayo comienza mucho antes de que sus compilaciones llegaran a tiendas, ferias o bibliotecas digitales. En 1975, Dan Mitchell Storper —un joven neoyorkino de 23 años graduado en Estudios Latinoamericanos— viaja a Colombia y se enamora del valle del río Putumayo: sus artesanías indígenas, sus paisajes y, sobre todo, el pulso humano que ahí encontró. Ese viaje plantó una semilla que luego germinaría en una de las colecciones de world music más grandes del mundo.

Lo que nació primero como una tienda de artesanías latinoamericanas en Nueva York creció hasta convertirse en una red de siete locales y un negocio mayorista que surtía boutiques con artesanías y ropa internacional. Sin embargo, el giro musical llegaría casi por azar: en 1991, durante un viaje a San Francisco, Storper se topó en el Golden Gate Park con una banda africana, Kotoja, que tocaba afrobeat frente a una multitud que bailaba con alegría contagiosa. Ese momento encendió la chispa.
Dos años más tarde, junto con su amigo Michael Kraus, fundaría Putumayo World Music. El resto es historia: treinta años de discos que no solo documentan la diversidad cultural del planeta, sino que la celebran con un espíritu accesible, alegre y profundamente humano.
La estética de un mundo.
Parte del magnetismo de Putumayo está en su coherencia estética. Desde los años 90, las portadas de sus álbumes —ilustradas por la artista británica Nicola Heindl— se volvieron un sello reconocible. Figuras estilizadas en escenas festivas, paisajes tropicales, cafés parisinos, mercados africanos o playas caribeñas: imágenes que no buscaban imitar la realidad sino destilarla en símbolos.
Ese gesto visual reforzó el concepto central de Putumayo: no se trataba de ofrecer una enciclopedia musicológica, sino de invitar al oyente a un viaje sensorial. Y en esa invitación, la promesa era clara: “Guaranteed to Make You Feel Good“. Esa consigna, lejos de ser un eslogan vacío, se volvió su filosofía editorial. Putumayo apostó por compilaciones alegres, melódicas y accesibles, unificando lo diverso en un mismo gesto: conectar personas a través de lo que les produce placer, movimiento y gozo.

All artwork was done by Nicola Heindl but is owned by Putumayo World Music.
El arte de la curaduría.
El catálogo de Putumayo es un atlas sonoro. Desde su debut en 1993, la disquera ha lanzado cientos de compilaciones que recorren estilos como la bossa nova brasileña, la bachata dominicana, el bhangra indio, el folk celta, el reggae africano, el jazz francés o las músicas gitanas del Este europeo.
Lejos de encasillarse en un solo mercado, Putumayo innovó en su distribución: no solo vendía en tiendas de discos tradicionales, sino en librerías, tiendas naturistas, boutiques y hasta espacios de salud y bienestar. De esa forma, abrió un mercado “no tradicional” para la música global, demostrando que el world music podía ser también un objeto de regalo, de descubrimiento y de estilo de vida.
Ese movimiento, que algunos críticos tacharon de “comercial”, fue en realidad una estrategia visionaria: llevar la música de culturas marginadas, a audiencias que quizás nunca habrían llegado a ellas por canales convencionales.
Más que música: compromiso.
Putumayo no se limitó a distribuir discos. Su modelo también incluyó un compromiso social. La compañía ha donado más de medio millón de dólares a organizaciones sin fines de lucro en los países donde se originan las músicas que publica.
En un contexto donde la industria suele exprimir a las culturas periféricas sin dar nada a cambio, este gesto marcó una diferencia: Putumayo entendió que la música no solo es entretenimiento, sino también responsabilidad, intercambio y sostenibilidad cultural. Ese compromiso le valió, en 2021, el Elaine Weissman Lifetime Achievement Award otorgado por Folk Alliance International. Un reconocimiento a tres décadas de trabajo donde la música y la ética caminaron de la mano.
El viaje como filosofía.
Lo fascinante de Putumayo es que, al escuchar cualquiera de sus discos, uno siente que la música no solo acompaña, sino que transporta. Canciones que tal vez en su contexto original pertenecían a fiestas populares, mercados callejeros o ceremonias religiosas, aparecen aquí recontextualizadas como parte de un viaje global que cruza fronteras sin pasaporte.
La ventaja de este modelo siempre fue la simplificación: presentar culturas complejas a través de un filtro estético “amable” para el oído occidental. Y sí, esa crítica ha estado presente. Pero al mismo tiempo, resulta innegable que Putumayo abrió puertas a millones de oyentes que, de otro modo, nunca habrían tenido acceso a estas maravillas musicales.
Ahí radica la paradoja: Putumayo es a la world music lo que una postal es a un viaje. No sustituye la experiencia, pero la evoca y, en muchos casos, despierta la curiosidad de emprenderla.
El eco personal.
Vuelvo entonces a aquella terraza en La Habana, mientras sonaba un acorde de guitarra brasileña o un tambor africano, sentía que el mundo era mucho más amplio de lo que los muros ideológicos me dejaban ver. Putumayo me enseñó que, aun cuando la geografía política aísla, la música une.
Quizás por eso sus discos se convirtieron en algo más que entretenimiento: eran compañía, refugio y chispa de inspiración. Recuerdo noches en las que, entre bocanadas de aire húmedo, me preguntaba cómo era el mundo más allá de las fronteras de la isla cubana, como eran las personas que componían esas canciones y cuales eran también su forma de pensamiento, y en que contexto nacían esas maravillosas melodías. Putumayo era mi compañero de viaje imaginario.
Putumayo hoy.
Treinta años después, la compañía sigue vigente. Sus compilaciones están disponibles en CD, en formato digital, en Bandcamp y en todas las plataformas de streaming, pero lo más interesante es que, en un mundo saturado de algoritmos, Putumayo sigue defendiendo la curaduría humana.
En un ecosistema donde Spotify te sugiere canciones basadas en tus hábitos de escucha, Putumayo ofrece algo más íntimo: la mirada de un editor que selecciona con intención, con criterio estético y con la voluntad de sorprender.
Ese gesto, casi artesanal, es un acto de entereza cultural.
Un mapa abierto.
Putumayo no solo es un sello discográfico. Es un mapa abierto a la escucha del otro. Una colección que nos recuerda que la música es un lenguaje común, pero también un recordatorio de la pluralidad humana. En tiempos donde el miedo al otro se convierte en discurso político, un disco que une voces de diferentes latitudes es, también, un acto político.
Quizás por eso Putumayo no envejece: porque más allá de modas y tendencias, responde a una necesidad básica y atemporal: la de reconocernos en el otro a través de la música.
Epílogo personal.
Cuando pienso en aquellas noches en La Habana, en las portadas iluminadas en la pantalla y en la música que parecía traer aire fresco desde tierras lejanas, siento que Putumayo fue algo más que un sello discográfico: fue un salvavidas emocional en un tiempo de aislamiento y escasez. Hoy, años después, sigue siendo ese refugio sonoro que me devuelve la certeza de que la música no conoce muros ni aduanas, que escuchar al otro es también reconocerse a uno mismo.
Putumayo nos enseña que cada canción, por lejana que parezca, puede convertirse en hogar. Y quizás esa sea su mayor victoria: recordarnos que, mientras el mundo insiste en dividirse, hay melodías capaces de unirnos bajo la misma brisa, como aquella noche habanera en que todo empezó.
POR | BERT OCHOA
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