…porque alguien tenía que decirlo con los labios bien pintados y la lengua bien afilada.
Hubo un tiempo —no tan mitológico como creemos— en el que una canción podía hablar del dolor del exilio, de la memoria de una abuela, del deseo como resistencia, o del amor sin algoritmo. Hoy, basta con rimar “culo” con “flow” para colarse en la lista Top de las canciones más sonadas en los Billboard Latino; a eso hemos llegado. En las últimas tres décadas, hemos presenciado el reemplazo paulatino del arte como espejo de la condición humana por un arte como selfie de la vanidad corporativa. En algún punto entre la caída del Muro de Berlín y el ascenso de TikTok, algo se rompió en el alma sonora del continente americano.
El deterioro es profundo y no es solo musical: afecta al cine, al teatro, a las artes plásticas. Se premia lo superficial, se promociona lo repetitivo, se distribuye lo cómodo, y la mediocridad, amigos, no solo se ha normalizado: se ha glamurizado en esteroides.
Uno de los casos más estridentes —por no decir estruendosos— fue el premio otorgado a Benito, El Bad Bunny, como “Compositor del Año” por el American Society of Composers, Authors and Publishers (ACAP), en Estados Unidos, y antes de que me acusen de anti-reggaetonera o elitista, aclaremos: esto no va de géneros, va de estándares., porque si escribir “hoy se bebe, hoy se gasta, hoy se fuma como un rasta” te convierte en Mozart caribeño, con un balbuceo estilizado e incomprensible, entonces ya podemos prenderle fuego al pentagrama y al diccionario de la Real Academia de La Lengua Española. No vamos a negar que Benito sabe cómo venderse —lo que ya es más mérito del marketing que de la musa.
Lo escandaloso no es solo que lo hayan premiado; lo escandaloso es lo que simboliza. El aplauso institucional a la mediocridad como si fuera vanguardia. Y mientras tanto, cientos de compositores y artistas con propuestas complejas, poéticas y arriesgadas siguen mendigando atención en los márgenes.
Pero no todo el reggaetón es el enemigo, ni todos los géneros urbanos son culpables. Lo peligroso es cuando una industria entera decide que el único lenguaje válido es el del perreo automatizado. Lo más preocupante es que incluso algunas artistas femeninas han entrado al juego de manera activa: cosificándose a sí mismas, celebrando la humillación como empoderamiento con frases tipo “trátame como perra, pero págame el Uber”. Ahora le llaman feminismo corporativo.
Esto va más allá del gusto musical. Es un espejo cultural que refleja cómo hemos reducido a la mujer a un objeto decorativo con ritmo, cómo hemos disfrazado la violencia de empoderamiento y cómo hemos normalizado letras que —si fueran parte de un discurso político— serían calificadas de misóginas sin dudar.
¿Y qué dice el público? Pues sigue bailando, claro, porque pensar da pereza y el beat está bueno, porque es más fácil repetir el hook viral que enfrentar la incomodidad de preguntarse si esto es todo lo que somos capaces de crear. Y lo peor: muchos creen que esto es libertad, cuando en realidad es la cadena más elegante del consumo disfrazada de himno.
La industria no quiere arte, quiere obediencia, no quiere profundidad, quiere clics. El algoritmo y el dinero no tienen alma, pero sí tienen poder, y cuando el algoritmo dicta la estética, el arte se convierte en un eco vacío de lo que una vez fue.
Pero no todo está perdido, aún existen artistas que resisten desde el rincón, que siguen apostando por una narrativa más honesta, más incómoda, más humana. El problema es que sin el respaldo de medios, plataformas o instituciones, su trabajo se pierde en esa jungla de ruido digital.
Entonces, ¿qué hacemos?
Lo primero: dejar de premiar lo fácil solo porque se vende bien. Lo segundo: exigir a la cultura el mismo respeto que se exige a la ciencia o a la educación. Por ultimo, tercero —y más difícil—: dejar de ser consumidores pasivos y convertirnos en cómplices activos de un arte que tenga algo que decir, porque cuando la única vara de calidad es “Todo comienza en la disco”, estamos fritos.
Para cerrar —como a mí me gusta, con ironía y picante—, les dejo esta cita que no encontrarán en ningún tuit de Bad Bunny, pero debería ser tatuaje obligatorio en toda playlist:
“Una sociedad que baila mientras se derrumba, merece mejor banda sonora.”
POR | SNARKY SUE
FOTO COVER | DANIEL SCHLUDITSCH